sábado, 20 de enero de 2018

Una hoja seca en la acera y yo tumbado en sentido contrario



Para otros 
de allí al lado.

Fotografía extraída de The.Skywaspink








No podía asumir el silencio,

porque era necesario cumplir

con las expectativas de ese "tú"

que rara vez reconocía en mi "yo"


Fernando J. López. “Cuando Todo era fácil”.
(pág. 30, r. 23. 2017, Ed: Tres Hermanas.)













Una vez más mi ojo izquierdo fue el primero en despertar, lleva años haciéndolo; sobre todo tras las noches de exceso. 

Ayer tarde salí a eso. A hincharme de buen vino y magia, en aquella librería-cafetería tan maravillosa que encontré  en la Rue Du Pont Saint-Pierre cuando llevaba tan solo unos pocos minutos andando por la ciudad. Sabía que cerraban a las siete de la tarde, y que en condiciones normales no me iba a meter en una librería a la hora de té a pimplarme unas cuantas copas de vino, pero estaba de vacaciones y me apetecía gozar cada minuto de aquella maravillosa ciudad a mi total antojo. Sin tours predispuestos, estrechos horarios ni itinerarios marcados por agencias o interesadas guías de turismo. Me gusta cortejar las ciudades por las que pasaba y que ellas me acepten, o no, tal y como soy. 

El caso es que, sería mi gracioso y forzado chapoteo del francés totalmente "andaluciado", mi buen saque, sobre todo probando todo tipo de especialidades culinarias, o mi urbana sociabilidad (a los pocos minutos de sentarme estábamos tres mesas contiguas hablando entre nosotros sin conocernos de nada), al dueño del local le caí en gracia. Y, cuando estaba ya a media persiana y yo sacando la cartera para pagar, me hizo un gesto con la mano como para que me esperase. Sacó una botella de un armario bajo el mostrador que tenía cerrado con una pequeña llave como de juguete, cortó unas cuñas de queso y me arrimó un taburete a al pequeño mostrador donde el atendía a los clientes a su llegada y a su salida. Sus gestos eran claros, como diciendo que aquel vino era para él, para sus momentos de relax tras las horas de trabajo, que aquel era su momento. Para mi fue todo un placer que lo quisiera compartir conmigo. La verdad, no soy muy temerario de la mano del desconocido en estos casos; y menos cuando el cebo es vino y queso.


Nos pusimos a hablar, si se le podía llamar así a toda aquella conjunción de aspavientos, malas pronunciaciones y lenguajes babilónicos que improvisamos, cada vez más, según iba repartiéndose aquel maravilloso vino por nuestras venas. Julliet (Julio, le dije que le iba a llamar y así le llamé durante los días que estuve por Toulouse) me apuntó en una hoja alguno lugares con encanto, algunos parecidos al suyo y otros, incluso pisos particulares, donde se juntaban a leer libros a modo de maratón, pasándoselos de uno a  otro y dejando que las palabras y el vino se entremezclaran hasta hacer incomprensible el más mínimo de los renglones de cualquier página. Jamás olvidaré aquel tipo de experiencia;  mi desvirgue en maratones literarias y vino tuvo que ser en el país vecino -le rimaba a mis colegas en España cuando les describí aquella maravillosa experiencia.


El caso es que acabamos aquella primera noche de vino y papel bebiéndonos la última botella junto a un puente maravilloso que unía las dos orillas del Río Garona. Fueron unos minutos de silencio lleno de riqueza y reflexión que jamás olvidaré. Julliet llamó a un taxi y le explicó donde me tenía que llevar. 


Bien entrada la noche y con el olor a amplitud y posibilidades de aquella ciudad entremezclándose con las uvas fermentadas que inundaban cada una de mis células, me senté unos segundos en la acera delante de la puerta de mis huéspedes. Intenté recabar cada paso y acción que iba a dar desde que entrara en la casa hasta acostarme, para no formar un escándalo en mi segunda noche allí. Jugueteé  un rato con las miles de imágenes y recuerdos que me llevaría de Julliet (Julio) su maravillosa librería y sus vinos compartidos. Así, apoyado en un pequeño pivote de hierro de la acera y olvidando que el frío tarde o temprano se reiría de mí, fui doblando mi cuerpo mientras miraba fijamente una gran hoja seca marrón, de las últimas del árbol que había sobre mi cabeza, que jugaba flotante entre mis zapatillas de andar. 


Al amanecer, tras abrir los dos ojos completamente y comprobar que estaba tumbado sobre la acera y con el jersey mojado de mis propias babas, aún tenía aquella gigantesca hoja seca marrón delante mía, y yo estaba tumbado en sentido contrario, como una noche calurosa de verano en la que, dando vueltas, intentas coger la postura más fresca en la cama y amaneces justo al sentido contrario; con los pies en la almohada. 


¡Toulouse bien vale una resaca, pensé!

2 comentarios:

Jorge Romero Aranda dijo...

Que bonito Raúl, me ha encantado, enhorabuena amigo

LA CASA ENCENDIDA dijo...

Bonito paseo por tierras francesas, nos has hecho dar a tu lado Raul. Muy bonito.
Besicos muchos.