domingo, 31 de julio de 2022

EL PRIMER AMANECER

 

Esa tarde la ciudad ardía más de la cuenta, no busquemos ahora culpables globales ni conspiraciones, ardía, y eso se notaba por fuera y por dentro de cada persona con la que iba interactuando. 

A la salida del parking más viejo del centro de Madrid, acabando de subir la última rampa, bajaba un hombre de unos cuarenta y cinco años, pelo repeinado y trajeado como si estuviera recién salido de la película Wall Street. Lo paré y le pregunté por un local tranquilo y bonito no muy lejos de allí donde pudiera ir a tomar una copa sin prisas. Me miró de arriba a abajo como el que ve a un árbol hablar por primera vez y tras unos segundos con la ceja levantada me recomendó un local llamado El Primer Amanecer, aunque antes de nada aclarando que él nunca iría a ese sitio, pero insistió en que a mí me iba a gustar.

Siguiendo las instrucciones de aquel putibroker engominado bajé por la calle peatonal que había justo detrás del parking y al final, haciendo esquina, vi aquel cartel tan peculiar emulando un cielo y un sol saliendo por la parte este (izquierda) del cartel. Ya con lo currado que estaba el rótulo me tenían casi ganado, faltaba entrar y tantear el ambiente. A ver por que el del traje me había dicho que él no iría a ese sitio. 

Abrí la pesada puerta de hierro blanco antiguo y cristal rizado que solamente dejaba entrever siluetas moviéndose al otro lado y ¡zasca! David Bowie, mi David Bowie me recibió, sonoramente hablando claro está, con el temazo 1984 de fondo. Pocos se giraron para mirar quien entraba, no como en mi pueblo que abres la puerta de un bar y se giran todos como si el propio mecanismo de apertura moviera automáticamente sus taburetes hacia esa dirección. Decoración, música, camareros, mobiliario, etc. Ahora entendí el porque ese estirado del parking no pegaba en ese ambiente tan desacomplejado. 

Eran ya las ocho de la tarde de aquel día de altos hornos y el bolso del portátil se me estaba pegando a la camisa casi hawaiana que llevaba puesta. Me lo quité delante del camarero suspirando de alivio y sin pensarlo, para parecer más decidido y habituado al tipo de local en cuestión, le pedí un Dry Martini casi sin mirarlo mientras me sentaba en una bonita mesa de madera rejuvenecida que pegaba a la barra. 

Abrí el portátil muy decidido a escribir algo. Esperaba que las musas saltaran entre mis dedos como pulgas amaestradas en mini trapecios y sin aguantar ni un minuto lo cerré de golpe, lo empujé hacía el fondo de la mesa y puse delante mía aquel coctel tan bien servido que el más guapo me había traído a la mesa.

Sé que estas delicias de alcohol se suelen beber despacio y disfrutándolas pero tenía pocos días de vacaciones y en éstas no iba a dejar títere con cabeza. Le pegué dos tragos largos al Dry Martini y relamiéndome los labios me levanté con la copa y le dije al clon de Tom Cruise en Cocktail (o eso me estaba montando yo en mi mente) que me pusiera otro, mientras lo miraba fijamente sin parpadear y esperando que me correspondiera con la mirada. Me miró, sonrió unos segundos entrando en esa partida de complicidad que sabía que yo había comenzado nada más pasar por aquella pesada puerta de hierro y me preguntó si lo quería algo más fuerte. Asentí con la cabeza y así las fichas de aquel refrescante local en aquella tarde asfixiante madrileña comenzaron a moverse solas, entremezclando colores, sabores, comidas, casillas de salida y  complejas metas. 

Cómo iba yo a pensar que un consejo desganado de un estirado aspirante a megabroker en un parking centenario de Madrid iba a deparar en una de las mejores tardes improvisadas y surrealistas de mi vida.






Nota: No está basado en hechos reales; pero las ganas de fiestas se me quedan... ¡jajaja!

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