Mañana su edad pasaría a tener tres dígitos, y su desgasolinado corazón era el primero que lo sabía.
Alan M. estaba dejando que ese caluroso atardecer diera paso a una luna gigante y perfecta. Una luna como de una inmensa tarta de cumpleaños, iluminando a todos a su alrededor y haciendo cada vez más notable la oscuridad que Alan arrastraba en algún rincón.
Sobre lo que pudo ser una chimenea maravillosa y útil pero nunca llegó a serlo había una gran viga pintada de barniz oscuro y sobre ella había dos zapatillas que Alan compró de muy joven tras un día de excursión en Alemania. Después de ese día, Alan se iba a comer el mundo a bocados; a puñados gigantes, pero después de ese día el mundo de Alan siguió igual y, las super zapatillas para subir hasta las puertas del primer cielo que te encuentres o descender hasta el agujero que menos guste en la faz de la tierra siguieron intactas año tras año.
Alan pasaba minutos mirándolas fijamente. Sentado en una silla de anea, apoyado contra la pared de piedra, comenzaba a imaginarse recorridos, experiencias y vivencias (que no lo son porque nunca se han vivido ni se vivirán) que habría hecho con sus maravillosas zapatillas alemanas.
Esas zapatillas habrían atravesado los grandes desiertos cargados de esperanza en forma de oasis y de muerte en forma de realidades materializadas en distintos parientes de los insectos y temperaturas insoportables para algunos pero inofensivas para alguien como Alan con esas zapatillas irrompibles.
Con esas zapatillas Alan se habría enamorado de una alpinista suiza que conoció una tarde en el refugio que hay en la parte central de la escalada del Mont Blanc. Ese atardecer, ese vino y ese frio los habría unido para siempre.
Con esas irrompibles zapatillas Alan habría descendido a rápel las cataratas del Niagara con una cámara acuática para grabarse dentro de una de sus grutas, hincado de rodillas pidiendo matrimonio en directo a la mujer que ama.
Con sus zapatillas podría haber corrido una carrera de montaña clásica que hubiera encontrado por casualidad viajando por La Toscana italiana en busca de cocina típica del lugar.
Esas zapatillas le habrían servido para enderezar algunos de sus "renglones torcidos". Haberlos andado menos serpenteados y sin tantas pausas o excusas.
Con esas zapatillas otros caminos (y sus consecuencias) hubieran sido posibles.
1998 |
Alan M. suspiró, se levantó, cogió las zapatillas y con mucho esfuerzo y paciencia se las puso y se las ató bien. Apagó todas las luces, abrió la puerta y se echó a andar monte arriba.
El 98 fue mágico, el número 99 ya estaba machacando su alma y el 100 moriría con las zapatillas puestas.
Dejó una nota escrita sobre la viga de madera de la chimenea: "Si me encontráis enterradme con las zapatillas que llevo puestas, han vivido cientos de aventuras a mi lado".
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