Michi trataba de llegar hasta esas pequeñas pelotas peludas que caían de los enormes árboles. Sus hermanos hacía rato que jugaban con ellas pero, entre empujones y tamaños diversos, él se llevaba la peor parte. Tenía que permanecer en un lado del campo de juego hasta que los brutos de sus hermanos se cansasen de aquellas maravillosas pelotas.
Michi de pequeñín.
Y así pasaron semanas y semanas en las que Michi comía el kiwi más pequeño, el que quedaba, las hierbas más maltrechas por los pisotones de los demás glotones y jugando solo, cuando los demás ya estaban cansados. Su madre, que lo miraba constantemente de reojo, esperaba que él aprendiera solo a reaccionar, no quería ser la ayuda constante para que el resto no le tomaran aún más desprecio por llevarse todos los cariños. Michi no era tan fuertote y peludo como sus hermanos, pero sí que pensaba muy bien cada paso que daba y aprendía de todo lo que encontraba a su alrededor.
Ya se sentían los primeros fríos de aquel año, la madre de Michi los metió a todos en el refugio que había estado semanas preparando para cuando llegara el invierno y Michi, comenzó a sentir mucho sueño de repente y se acurrucó al fondo del refugio.
Aquella misma noche comenzó a soñar intensamente. De pronto se vio corriendo por un carril ancho y con una gran mochila en sus espaldas. Sorprendentemente corría sobre sus dos patas traseras, ya no sobre las cuatro patas como su madre y hermanos hacían de pequeños. Se miró bien y observó que tenía mucho más pelo, las patas delanteras y traseras se habían fortalecido, su pico era más grande y ancho y sus ojos azules como el cielo y las charcas de su alrededor.
Michi de adolescente. Pura vitalidad.
—¡Espera Michi, espéranos! -Gritaban unas cabecillas a lo lejos, detrás de él. No corras tanto ¿Cómo puedes correr tanto? –seguían gritando.
Eran los hermanos de Michi, que al contrario que él tan solo habían echado algo más de pelo y algo más de pico, pero su cuerpecito y patitas seguían siendo casi tan pequeñas como cuando empezaron a echar la siesta larga en aquel agujero.
—¡Claro, claro que os espero! –gritó Michi. Así podremos correr todos juntos y jugar. Cuantos más seamos mejor, nunca me gustó jugar solo. -Añadió.
Al final de aquel carril, los esperaba su madre en su casita de verano, excavada entre unos juncos a la orilla del río y con un pasillo que acababa justo en el agua para que sus hijos pudieran vivir allí fresquitos todo el verano.
Así Michi paso de ser el hermano pequeñito y distinto a los demás que se quedaba siempre sin jugar, a ser el hermano más fuertote y simpático de todos. Michi siempre reunía a todos sus hermanos para jugar a cosas juntos y contar cuentos e historias sobre aquel maravilloso río.
Y colorín colorado Michi otro chapuzón en el rio se ha pegado.
* Algunas notas curiosas sobre los ornitorrincos (pinchad enlace)
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