Jesse apretó aquel sobre recién abierto entre su pecho y respiró hondo con una gran lágrima cargada guerras pasadas luciéndose entre sus mejillas.
Era la tercera vez que solicitaba aquella beca de investigación sobre la fauna y flora microbiana en el Estrecho de Bering.
Estrecho de Bering (Alaska, USA, Dcha, RUSIA, Izqda) |
Era el quinto año de Svetlana en la zona, el quinto y último año de su proyecto de investigación sobre la fauna migratoria en aquel paso de continentes.
Svetlana y Jesse comenzaron una estrecha amistad en su segundo año de estudios en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) donde compartieron algunos proyectos en común. De proyectos pasaron a sentimientos y de sentimientos a un magnetismo indisoluble.
Llegó el momento de tomar decisiones y comenzó la clásica partida de póker que todos hemos tenido que jugar alguna vez entre la razón y la fuerza de los sentimientos. En su partida, por lo menos en el lado Svetlana, venció la razón. Así, Jesse vio como ese proyecto sentimental y laboral que estaba comenzando a solidificarse se vio disuelto por la distancia y las aspiraciones laborales de Svetlana.
El caso es que al fin iba a trabajar junto a ella, venciendo a la opacidad del corazón y fusionándolo con el esfuerzo del emprendimiento y la razón.
Aquel sobre, aquella Beca, abrió muchas puertas entrecerradas del pasado de Jesse y Svetlana.
Hacía ya varios días que Jesse había mandado un e-mail con fotos del pasado incluidas a Svetlana comunicándole que iban a trabajar juntos en el Estrecho de Bering y que podrían retomar aquella relación que el pasado y la ciencia cerraron hace unos años. Aquel e-mail nunca recibió respuesta.
Llegó el día. Jesse montó en aquel avión comercial desde Cambridge hasta Nome (Alaska) y desde allí lo trasladaría una furgoneta militar hacía el punto más septentrional de la zona estadounidense del Estrecho de Bering, la isla Diómedes Menor. No había pasado ni una hora desde que instalara su equipo en aquella gran tienda de campaña repleta de aparatos de ensayo, ordenadores, y jóvenes de bata blanca y sonrisa lineal estudiada, cuando Jesse comenzó a preguntar al personal del lugar por la doctora Svetlana Vasiliev. Casi todos murmuraron, se miraron entre ellos y fueron girando la cara y volviendo a su trabajo sin contestar a Jesse. Éste se acercó al más veterano, le puso la mano en el hombro y le pidió que le explicara a que se debían esos murmullos y silencio en torno a la doctora.
-Siéntate. -le contestó el Doctor Mulligan. Creo que no te va a gustar lo que vas a oír.
Mulligan le contó a Jesse que al tercer año de Svetlana en el proyecto, cuando sus avances en la investigación estaban comenzando a dar sus frutos y a mostrar sus posibilidades en futuros medicamentos para enfermedades críticas como el cáncer, mostrando cura total en algunos de sus animales en estudio, ésta desapareció sin más. También desaparecieron aquella noche sus ficheros informáticos y el maletín del que no se despegaba nunca. Tan solo quedó su ropa y algunas fotos que tenía colgadas de sus años de estudiante. A las varias semanas de aquello, nos enteramos que llevaba años pasando información a nuestros vecinos de enfrente, a los suyos, a los rusos y que su época de, llamémoslo espionaje, había concluido. Ahora, Svetlana estaba en los laboratorios rusos del otro lado del Estrecho desarrollando todo lo conseguido aquí. El Doctor Mulligan recordó a Jesse que todo lo que le había contado era clasificado por el gobierno, no se podría saber de aquel ridículo entre científicos fronterizos y menos con Rusia.
Jesse escuchó todo aquello mientras las venas y arterias que rodean su corazón se iban encogiendo y anudando hasta conseguir ahogarlo. No se lo podía creer. La razón de su esfuerzo titánico, su inspiración sentimental y laboral, su amor (o eso creía él) de los últimos años, llevaba años trabajando encubierta para el gobierno ruso.
Fueron pasando las semanas, los meses próximos y Jesse fue asumiendo aquella derrota patriótica laboral ante el amor entre dos personas. Cada noche se daba un paseo hasta el punto más alto de Diomédes Menor (USA) y susurraba, mirando hacía Diomédes Mayor (RUSIA) el nombre de Svetlana durante varios minutos.
Habían pasado ocho años desde la vuelta de Jesse de aquel cementerio de sentimientos en Bering. Una mañana, mientras desayunaba en su cocina antes de ir a dar sus clases de Flora Microbiana en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, cogió acelerado el mando del televisor y subió el volumen al máximo. Era ella, la Doctora Vasiliev, Svetlana Vasiliev, había descubierto el fármaco definitivo que inhibía cualquier posible desarrollo de células cancerígenas en el ser humano. Rusia lo había logrado, mejor dicho, una Doctora rusa sirviéndose de sus conocimientos adquiridos en la zona estadounidense y desarrollándolos en secreto en su patria natal, lo había logrado. Jesse contuvo las lágrimas delante de su hijita, cambió al canal infantil mientras la besaba en la frente y se despidió de su esposa.
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