Cuando eres el posadero de La Cantina de Hades, aprendes a distinguir los que reman hacía adentro y en círculos (personas incapaces de ver que tienen otro remo a su lado, el que te hace avanzar) de aquellas personas que, si por ellas fueran, tendrían más brazos, mas remos, más ojos y más océanos en los que seguir remando. Y ella era así.
Lo noté, lo sentí, la primera vez que entró, medio a empujones y con algo de miedo fundado en leyendas urbanas, en La Cantina.
Con el tiempo confirmé que aquel cisne estaba predestinado a nadar en océanos infinitos.
Podría tirarme hojas y hojas escribiendo sobre esta extraña e indisoluble amistad que se forjó entre el posadero del infierno y aquel cisne embriagado de inquietudes, pero hoy no tengo más ganas de escribir y, además, se me está calentando la cerveza.
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